La tarde en el Burgo Ranero, como otras muchas tardes de aquel año de 2002, había sido muy calurosa. Serían las siete cuando, como todas las tardes, apareció por el albergue con su amable sonrisa y cara de buena persona, Agripino que entre otras funciones hacia de sacristán.
Venía para llevarse con él a los peregrinos que quisieran visitar la parroquia del pueblo. La enseñaba lleno de orgullo y como cosa propia. Los diez o doce peregrinos que aquél momento estaban descansando, enseguida se dispusieron a acompañarlo. Yo también me sumé al grupo. Había visitado la iglesia en muchas ocasiones, Pero me gustaba oir las explicaciones de nuestro buen Agripino; Especialmente el final de la visita, cuando hacía llamar la atención de los visitantes sobre una estatua de San Isidro y les preguntaba:
¿Sabéis de quién es patrón este santo?
Naturalmente muchos contestaban:
Si, de los labradores.
Pues mirad lo que tiene aquí detrás.
Y sacaba un tractor de juguete, de plástico de colores chillones.
Tras la visita a la iglesia invitaba yo a los peregrinos a que me acompañasen a ver la puesta de sol. Era todo un espectáculo. El cielo se teñía de rojo y el sol se reflejaba en la pequeña laguna (en esa época era más bien un charco). El horizonte de la llanura del páramo leonés era infinito. Los árboles del andador se perdían como una línea de puntos cada vez más pequeños. Y por si fuera poco, a nuestras espaldas las casas de adobe del pueblo tenían un color aún más rojo.
Al llegar al albergue me encontré un grupo de peregrinos, todos extranjeros por su aspecto, que contemplaban extasiados el giro a la derecha y después a la izquierda del tambor de la lavadora.
¡No tele, machin de laver! Les dije, intentando hacer que me entendieran, a pesar de que yo sólo hablo castellano. Me entendieron, y la respuesta fue una unánime y estruendosa carcajada.
Una mañana cuando mi compañero y yo estábamos limpiando el albergue llamó a la puerta el cartero. Lo saludamos y nos informó de que traía un giro por valor de cinco euros para el albergue. Firmé el resguardo, recogí el dinero y me quedé pasmado al leer el texto que figuraba en el resguardo: «Ayer olvidé dejar mi donativo en la hucha del albergue, por lo que os mando este dinero». Creo que estas cosas sólo ocurren en el Camino de Santiago.
Nos gustaba a mi compañero y a mí recibir a los peregrinos sentándolos, mientras anotábamos sus datos, ante una mesita en la que poníamos un jarro de agua fresca, un vaso y una cestilla de caramelos. Una vez asignado el número de litera, uno de nosotros le cogía la mochila y lo acompañaba a la habitación. Este pequeño gesto lo agradecían mucho los peregrinos.
Me gustaba leer lo que escribían en el libro del albergue. Cuando terminaron los quince días de mi trabajo de hospitalero fotocopié las hojas correspondientes a aquellos días. De vez en cuando los releo. Me gusta especialmente lo que escribió una peregrina:
«Camino por detrás,
Camino por delante,
Y en la mitas,
Dos ángeles»
Esta primera estancia mía en el albergue Domenico Laffi del Burgo Ranero no era mi primera actividad como hospitalero, pero era la primera vez que lo hacía en este encantador pueblo de León. Nunca la olvidaré.
Rafael Garrido Sevilla.