D. Fernando Navarro Ortiz, Presidente de Honor de la Asociación de Amigos del Camino Mozárabe de Santiago (Casa de Galicia), tuvo la ocasión de publicar el artículo “Algo tiene Arrés” en la revista Peregrino correspondiente al mes de febrero de 2006 (nº 103) sobre unos hechos acaecidos los días 30 y 31 de julio de 2005 y que reproducimos a continuación de forma textual.

Una de las cosas más hermosas del Camino de Santiago es que nos permite conocer nuestra debilidad. Nos hace saber que dependemos de los demás. ¡Cuánto se agradecen, por ejemplo, un vaso de agua fresca y unos caramelos al llegar a un albergue!.
Estos pequeños detalles, no sólo el abrazo al apóstol en la siempre impresionante Catedral de Santiago, son los que te hacen, año tras año, volver al Camino.
Juan y yo peregrinamos juntos desde hace siete años. Nuestra amistad es un regalo de Santiago. Podemos pasar el año entero sin tener noticias uno de otro, salvo una postal por Navidad o una llamada de felicitación el día del santo, pero cuando llega el verano algo se despierta dentro de nosotros que nos hace sentir la necesidad de ponernos de acuerdo para organizar la peregrinación. Este año habíamos decidido hacer el Camino Aragonés desde Somport.
Nos encontramos en la estación de Zaragoza, Juan procedente de Madrid y yo de Córdoba. Poco después de las tres de la tarde salió el pequeño, pero moderno y confortable, tren que nos llevaría a Canfranc.
Éramos pocos los viajeros, quizás menos de veinte, y el revisor se convirtió en espontáneo cicerone, llamando nuestra atención para que contemplásemos lo más interesante del hermoso recorrido. Pudimos ver, a la derecha, los mallos de Riglo, a la izquierda el río Aragón. Supimos también, en un momento dado, que pasábamos sobre el viaducto más largo de España.
A las siete y media estábamos en Canfranc, apeándonos en su hermosa y decadente estación, que está esperando una reconstrucción que nunca llega, y a las nueve en Somport.
La etapa de Somport a Jaca fue dura. Hacía un calor impropio de una estación de montaña.
Son treinta y dos kilómetros de bajada en los que hay que ir mirando donde se pone el pie en cada paso, pero de una belleza incomparable.
Cuando marchaba detrás de Juan podía observar la inestabilidad de su rodilla derecha, lo que se agravaba porque había olvidado sus bastones telescópicos. Andrea, un médico italiano, que junto con Shaila, nos acompañó durante casi toda la etapa, le regaló los suyos.
A pesar de todo en Castiello de Jaca Juan decidió continuar por la carretera. Para entrar en la ciudad dimos un gran rodeo por lo que hasta pasadas las siete y media no llegamos al albergue, donde nos dieron dos de las últimas plazas que quedaban libres.
Ese día, sábado, celebraba la asociación jaquetana el día de Santiago. Hubo una fiesta con bebidas y aperitivos, todo aportado por los socios, y la actuación de una coral. Yo, como estaba muy cansado, me acosté muy temprano. Desde la habitación podía oír a la coral que en el patio cantaba, entre otras cosas, ese hermoso himno jacobeo que dice:
Tous les matins nous prennons le chemin
Tous les matins pour aller plus loin etc..
Al día siguiente salimos ya bien amanecido. A los pocos kilómetros de andar me dijo Juan que estaba muy molesto y que se planteaba abandonar la peregrinación. Poco rato después decidió hacer auto-stop para que algún coche lo acercara a Arrés.
Cuando me faltaban un par de kilómetros para llegar al albergue, caminando por la vereda que va a media falda del monte, me adelantaron unos peregrinos que me informaron de que a Juan lo habían dejado en Puente la Reina de Jaca y que a partir de ahí había seguido andando. En efecto, en la carretera que va por el valle, completamente recta y sin árboles, se veía su silueta, cargado con su pesada mochila. Después me dijo que la subida desde el valle hasta Arrés había sido durísima.
Yo llegué al albergue de Arrés a eso de las tres de la tarde. Juan media hora después. El hospitalero, Santiago, nervioso y agobiado, ya que era su primer día y estaba solo, nos dijo que el albergue estaba lleno, pero que se encontraría una solución.
Y se encontró.
Los peregrinos más jóvenes se ofrecieron a dormir en el suelo fuera del albergue. A Juan, nada más llegar, le cedieron una litera y a mí Tomeu me dijo que me cedía la suya, lo que tras, una ligera resistencia por mi parte, acepté. Al rato vino a decirme que le había dicho a su hija Carla que se pasara a la litera de arriba para que yo pudiera estar más cómodo en la de abajo.
Algunos peregrinos y peregrinas se metieron en la cocina y entre lo poco que había y las provisiones que llevaban algunos, prepararon una magnífica cena para mas de veinte personas. Alguien compró las bebidas y pudimos disfrutar de un magnífico rato. El ambiente se fue haciendo cada vez mas cordial, todos disfrutamos con las poesías que recitó Juan y con las anécdotas y chistes que otros contaron.
Este ambiente de camaradería, de compartir, de confraternizar, en una palabra, de vivir el Camino, se puede encontrar en algunos albergues (no en esos que son almacenes de peregrinos), pero lo asombroso de este caso es que para la mayoría de los que allí estaban era su primer o segundo día de peregrinación y el espíritu jacobeo ya los había captado.
¡Algo tiene Arrés!

Fotografía del artículo original
Joaquin Gómez y Fernando Jimena